Hay películas que nos hacen felices y otras que tratan específicamente sobre la felicidad. Incluso otras que transmiten la felicidad de hacerlas. A veces las tres cosas se juntan y complementan en un solo film que, contra cualquier previsión, se vuelve -por eso mismo- clásico. Hablemos de un ejemplo canónico al respecto: Mi primo Vinny (Disney+), realizado en 1992 por Jonathan Lynn y que le dio un muy merecido Oscar como actriz secundaria a Marisa Tomei. Sin embargo, aunque cualquier cosa buena que le pase a Marisa Tomei es una felicidad, no es el premio la razón por la cual la película se volvió de esas que todo el universo conocido recuerda, sino por otras razones. En principio, porque como las mejores obras del cine, no puede decirse que pertenece a un solo género. Su tono general es de comedia, pero es a la vez un thriller, una película de juicios, un retrato social de pueblo chico y un comentario sobre las diferencias enormes que existen entre un mundo urbano y casi cínico y otro rural y más tradicional. Y todos esos elementos están combinados. También es una celebración de nuestro vicio más secreto: la acumulación de conocimiento inútil. Vicio siempre feliz, por otro lado.

El realizador Jonathan Lynn no era un improvisado y no tiene una mala filmografía, aunque tampoco figure entre los más conocidos. Es el responsable de otra gran comedia feliz que combina muchos tonos, Mi vecino el asesino (Netflix), donde Matthew Perry es un dentista con un mal matrimonio, y Bruce Willis, un sicario cansado de su profesión. Lynn no es un “anónimo”, por otro lado: creó Yes, Minister, una de las mayores sitcoms británicas (es británico, de larga carrera), donde se satirizaba la política del Reino Unido y fue el programa de TV favorito de Margaret Thatcher. Es decir, un comediógrafo importante cuyo estilo mezcla la observación precisa de un contexto social, la empatía por los personajes (difícil encontrar en sus películas alguien realmente desagradable) y una ironía finísima cuyo fin es que el costado trágico de la vida aparezca -porque existe-, pero pase casi inadvertido. Todas esas características están en Mi primo Vinny son las que lo convirtieron en un clásico: sigue funcionando como si no hubieran pasado tres décadas desde que se rodó.

La historia del film es más o menos sencilla. Un par de jóvenes de Nueva York (Ralph Macchio y Mitchell Whitfield), de paso por un pueblito del Sur profundo de los EE.UU., son acusados de asesinato. Cuando parece que la condena (a muerte: hay silla eléctrica) es un hecho, uno de ellos llama al único abogado que conoce, su primo más que cuarentón, recibido in extremis, neoyorquino, descendiente de italianos, un poco bruto, llamado Vincenzo, alias Vinny. Que viaja al pueblito con su novia, una despampanante morocha aparentemente grosera y fanática absoluta de los automóviles. El choque entre ciudad y campo es evidente; también el de los prejuicios de todo tipo (contra los italianos, contra los judíos -uno de los acusados lo es-, contra todo lo que provenga “de afuera” de un pueblo tradicional y tranquilo), así como el detalle de que los que protestan contra la pena de muerte tienen una efectividad, digamos, mínima. De hecho, Lynn logra que una ejecución se transforme en un pequeño gag irónico de humor negro y social.

Y, sin embargo, esta es una película feliz. Muy feliz, de hecho, y casi podría pensarse en que su verdadero tema es la fundación de una especie de paraíso laico. Los dos elementos más cómicos del film son la relación de Vinny con su profesión (y con el juez que interpreta con lacónica gracia un gran comediante llamado Fred Gwynne) y con su novia, los dos auténticos “amores” de su vida. No dijimos que Vinny es Joe Pesci, y que este es su mejor trabajo en la pantalla. No es ni el personaje de dibujo animado vertiginoso que interpreta en Mi pobre angelito, ni el psicópata asesino de Buenos Muchachos. Tiene condimentos de ambos, pero incluye la simpatía, el fastidio (los trenes que no lo dejan dormir), el paulatino descubrimiento de su propia inteligencia, el amor “práctico”, ese que no pasa por el romance sino por el respeto tierno por la pareja, y destellos del payaso descomunal que siempre fue.

Fred Gwynne, en una escena de Mi primo Vinny

Vinny no tiene mucho conocimiento del procedimiento legal. Es, para decirlo en criollo, un tipo que aprobó con cuatro. Tiene que aceptar las normas que le imponen (ir de traje a las audiencias: el primero es de una ridiculez flagrante) sin saber por qué y la tensión con el juez es su “educación profesional” como abogado. Pero Vinny tiene también lo que llamamos “calle”. Pero la confianza en su propia habilidad proviene del contacto con el mundo real, con las personas detrás de los ritos y procedimientos. Es decir, de Mona Lisa Vito, su novia (Tomei). Mona Lisa es la persona que le recuerda que las personas son falibles, que tienen prejuicios, que quieren ciertas cosas. Que muchas veces solo quieren que les presten atención, sin importar las consecuencias. Es el sentido común, lo que está detrás de los códigos. La historia de la película es la de Vinny aprendiendo que el ejercicio del derecho y la búsqueda de la justicia es un equilibrio entre el proceder solemne y el sentido común. Y que lo único que cuenta es la verdad. Por eso, poco a poco, vemos que cada pequeño obstáculo que Vinny, un chico grande, supera, es una sonrisa para el espectador y para el propio personaje. Vean la secuencia en la que desestima los dichos de una señora con una cinta métrica y un procedimiento lógico, aunque parezca extravagante. No solo está feliz por el logro: también porque su chica aprueba y su colega, el fiscal, acepta su competencia. Somos nosotros creciendo de a poco y notándolo, alegrándonos cuando las cosas nos salen, cuando superamos el síndrome del impostor y vemos que podemos lograr lo que nos proponemos.

Y, sin embargo, hay una felicidad mucho mayor en la película, una infantil en el mejor sentido del término. De chicos, todos coleccionamos figuritas, o autitos, o latas de gaseosas raras. Todos recordamos el elenco completo de una película o la formación del equipo que seguimos fanáticamente (Goyén, Clausen, Villaverde, Trossero, Enrique, Giusti, Marangoni, Bochini, Burruchaga, Percudani y Barberón, en el caso de quien escribe). No hay quien no guarde lúdicamente en su memoria uno de esos datos que muchos consideran “inútiles”, pero que son en el fondo los mayores tesoros que poseemos, aquellos de los que realmente (aunque en secreto) nos sentimos orgullosos. Claro que suelen tener muy poco peso hasta que, milagro, aparece la oportunidad en la que ese dato luminoso, ese talismán de la memoria, resulta un salvavidas.

 Joe Pesci, en la piel de Vinny, su mejor trabajo en la pantalla grande

En el epílogo de la película, hay un descubrimiento: Vinny se da cuenta de que su novia es una persona inteligente y de que la quiere de verdad. Y al hacerlo, también resuelve el caso. No vamos a spoilear nada aquí (aunque ¿de qué vale realmente una película si conocer el final la anula? ¿O acaso si sabemos que el propio Velázquez se pinta en Las Meninas desaparece el encanto del cuadro?) pero lo que resuelve todo es un pequeño detalle producto de la obsesión coleccionista de Mona Lisa, de saber de algo que a la mayoría de la humanidad le pasa por debajo del radar. Y ese momento es un espectáculo en sí mismo, una solución de sentido común que termina también aniquilando al “experto del FBI” que muestra su saber libresco -y no práctico- en el juicio. Esa secuencia fenomenal (al mismo tiempo tensa, llena de suspenso, cómica y tierna) culmina con la sonrisa feliz de Mona Lisa y Vinny, llena de luz y de alegría. Que, de paso, se contagia a los mismos asistentes al juicio, acostumbrados a que, de tanto en tanto, se cocine a alguien en la silla eléctrica.

En el fondo (y este es el gran secreto de Mi primo Vinny) esta es una comedia romántica, de esas que solemos llamar “de rematrimonio”, en la que la pareja está junta, se separa, se redescubre y vuelve a unirse de modo definitivo. Salvo que aquí hay muchas “parejas”: Vinny y Mona Lisa, claro, pero también Vinny y la vocación, Mona Lisa y sus propios deseos, el pueblo conservador y la verdadera justicia. Y como corresponde, todo termina en matrimonio, ese símbolo de la alegría y la satisfacción juntas que representan una definición bastante precisa de la felicidad.

¿Qué más ver para ser feliz?

-Legalmente rubia (AppleTV+)

-Cuestión de honor (Max)

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